En 2030 tendremos la tienda virtual en casa
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Entrar hoy en una tienda es algo parecido, dentro de lo que cabe, con entrar en un hotel. De acuerdo, en la tienda todo es mucho peor. Porque a la vista está que el 90 por ciento del género no nos va, ni por talla, ni por gustos, ni por interés en comprarlo. Ya sea en unos grandes almacenes, como en la modesta tienda de barrio. Si fuera gratuito todo lo que expenden, no nos lo llevaríamos de ningún modo.
Acabo de salir de comprarme una camisa y confieso que he perdido mucho tiempo. Alguien me podrá contestar que es un placer incomensurable sumergirse en ese gran bazar a probarse camisa de todo punto de confección y todas las tallas imaginables, incluso para cíclopes y embarazados. Pero no acepto de ningún modo que escoger entre una camisa de talla 48 y otra de talla 50 me dispare la dopamina, absolutamente no. Es una verdadera pérdida de tiempo.
De igual modo me puedo sentir en mi habitación de hotel cuando me explican que dispongo de una caja fuerte anclada en el interior del armario y que con mucho gusto añaden toda suerte de detalles sobre cómo se activa la clave para depositar mi fortuna y para retirarla una vez haya concluido mi estancia. Como si yo tuviera el parné de Amancio Ortega o bonos del Estado en los que confiar mis ahorrillos. Pues si los tuviera no sería en la caja fuerte de la habitación donde yo los guardaría, viendo cómo trajinan con estas cosas los protagonistas de la Casa de Papel en su segundo atraco de la temporada.
En la habitación de los hoteles a los que acostumbro me suelen ofrecer un monitor de televisión o dos (afortunadamente ahora son planos, porque antes daban susto con sus cajas inexactas al apagar la luz). Seguramente no saben que no tengo por costumbre engancharme al reality de turno. Tampoco frecuento la piscina o el casino, que es algo indefectiblemente unido al precio de mi vacación. Sí, desayuno todos los días, como cualquier persona decente, pero no me como todo lo que hay expuesto en el bufé (por mucho que me tienten difícilmente acepto unos huevos benedictinos en horario escolar). Me sobrepaso únicamente cuando hay churros a la vista. Y lo proclamo a los cuatro vientos por si la próxima vez me los encuentro sobre la mesa del comedor.
El bar lo frecuento poco. Solo si la habitación carece de minibar, que es, como su propio nombre indica, una reproducción en miniatura de lo que encontraría más abajo si me gustase tanto ir de bares (me gustó en tiempos, cuando el hígado me latía lozano y fresco dentro de mi juvenil peritoneo).
Y así, miles de detalles que están allí, a mi entera disposición, pero inaccesibles para mi edad, mis hábitos y mi peculio de Amancio en transición.
Con las tiendas me pasa igual. Enfilo los lineales de camisas, de corbatas, de calcetines y de calzoncillos sin saber cuáles escoger y, lo peor, sin tiempo para comparar entre unos y otros. Al final, la mitad de las veces, hago mutis por el foro de la lencería y el textil de guarnición.
Pero sé que en 2030, en las tiendas y en los hoteles, no voy a necesitar tanta parafernalia de género para vestir a gusto y vivir la experiencia de mi vida en el hotel que me toque en suerte. No, porque para esa fecha todas nuestras compras serán una fiesta de los sentidos, una vivencia única y personalizada. Quizá al hotel viaje porque merezca un potosí desplazarse para cumplimentar el programa diseñado para segregar las hormonas de la felicidad. Pero a la tienda no iré, seguro que no. Me montaré una tienda personal en casa, seguramente con ayuda de la plataforma Amazon, para recrear virtualmente los estantes y los mostradores con todos aquellos artículos de mi gusto y conveniencia que aguardan mi orden de compra. Y solo ellos, los adminículos que me pirran, los de mi precisa talla, ni superior ni inferior, los que me quedan de galán, para salir a la calle o participar en el rodaje de una película.
Sí, mediante una sola sinapsis aparecerá ante mi vista esa tienda edénica siempre soñada a distancia (no por su hermosura, sino por la comodidad de alcanzarla). Aparecerá como todos queremos que aparezca. Nuestra tienda y solo la tienda nuestra. Absoluta y rigurosamente personalizada. Ajustada a nuestras necesidades y deseos, a nuestras aspiraciones más inconfesables. Aparecerá por realidad virtual bajo un programa diseñado para cada usuario, con los géneros que a través del conocimiento del cliente convienen y gustan al usuario, ajustada a su identidad personal y configurada como ni siquiera el propio usuario podría saberlo.
Alexa, Siri, Google Assistant y quizá otro asistente más serán nuestros mayordomos queridos, los que se encarguen de guiar la compra y efectuar el pago de todo lo adquirido. Porque, por si fuera poco esta maravilla tecnológica, todo lo que compremos estará rebajado a mitad de precio o nos saldrá gratis, a semejanza de lo que hoy ocurre con las apps que nos facilitan la existencia.
Exactamente lo mismo veremos en los hoteles que nos regocijarán el espíritu al final de la próxima década. Nuestros alojamientos serán multimodales y absolutamente personalizados.
Fernando Gallardo |
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