Turismo vulcanológico
La erupción en la isla de La Palma nos transporta a una próxima era de la industria turística
La ecomanía desatada en las últimas décadas con el cambio climático nos anticiparía un horizonte futuro de mares impolutos, tierras fértiles, montañas, praderas y ríos vírgenes, paisajes bucólicos donde pace un ganado inflatulento, supermercados con bolsas de papel elaborado desde bosques indeforestables… En fin, todo ese edén pseudonatural exhibido en las películas de James Cameron, que tanto nos inspira cuando enarbolamos las pancartas reivindicativas de un mundo mejor.
Hasta que entra en erupción un volcán para demostrar que nuestro planeta, como parte del universo mismo, es un objeto caótico y tendente a la destrucción creativa. No es exagerado pensar que esta masa de lava candente arrasadora de viviendas, carreteras y campos de cultivo en La Palma se convertirá después en la parcela más feraz de toda la isla canaria. En cierto modo podríamos pensar también que sin el fuego de los volcanes, sin el constante terremoto interior de nuestro hogar terrestre, hoy no existiríamos.
Sé que resulta difícil entenderlo, pero tarde o temprano debemos asumir que la vida y la muerte constituyen hitos del mismo proceso evolutivo, y aun el revolutivo, de igual modo que el reír se produce porque lloramos, que la felicidad no la persiguiríamos sin la conciencia de la tristeza, que el blanco es la suma de todos los colores por el modelo aditivo y el negro es así mismo la suma de todos los colores por el modelo sustractivo. O, como expresó Hegel, “causa y efecto son momentos de la dependencia recíproca universal, de la conexión y concatenación recíproca de los acontecimientos”. Y es que la dialéctica hegeliana nos enseña que la Naturaleza se configura como el resultado del antagonismo de elementos contrarios, unidos en el mismo ser o fenómeno, causa indefectible de todo movimiento y transformación en la sociedad y en el pensamiento humano.
Por eso a muchos les resulta difícil de entender que la reciente erupción volcánica en La Palma haya suscitado la curiosidad de cientos de turistas y que el denominado ‘turismo vulcanológico’ sea considerado ya una industria en crecimiento incluso por la ministra española del ramo. Sorprende todavía más que haya sido un representante de la patronal hotelera Ashotel (Asociación Hotelera y Extrahotelera de Tenerife, La Palma, la Gomera y El Hierro), Juan Pablo González, el autor de declaraciones escasamente comprensivas con el fenómeno: “Vienen con el simple objetivo de ver el volcán, lo que los canarios llamamos golifiar [curiosear]. Ahora no es el momento del turismo para La Palma, es el momento de ayudar, y esta gente no lo hace y ocupa camas que podrían usar, por ejemplo, las fuerzas de seguridad”.
Sorprende, y mucho, esta incomprensión porque los datos no son exactos. Se dicen cientos de turistas los espectadores de la erupción cuando en realidad son millones. Sí, tal vez cientos de millones, en todo el mundo, los curiosos que se han asomado al volcán. Unos, a pocos kilómetros de la incandescencia. Otros, a buen recaudo de ella, tras las pantallas de los televisores, los móviles y los ordenadores de sobremesa en esa red mundial que es Internet.
Curiosear, o golifiar, es inherente a nuestra condición humana. Sin la exploración nunca habríamos podido evolucionar como especie. Hemos explorado para conocer y luego hemos transmitido ese conocimiento a las generaciones postreras, cosa que no ha realizado ninguna especie viva en el planeta, por lo que ninguna ha podido evolucionar en la misma medida que nosotros, humanos. Generaciones enteras han sido ilustradas en geografía gracias a Julio Verne, que jamás pisó los escenarios de los que escribía. Igual que todos nosotros aprendemos sobre los talibanes cuando contemplamos las imágenes que nos llegan por vía digital desde Afganistán.
Urge que la propia industria turística tome conciencia de nuestra vida dual, analógica y digital, física y virtual, a la hora de definir su propio modelo de negocio. Urge entender, además, que no existen fronteras nítidas entre una modalidad y otra, entre el viaje realizado y el viaje percibido, entre mirar el volcán a tres kilómetros de distancia de su cono o a solo veinte centímetros del cráter mediante la virtualidad de un dron. Si no arribaran cientos de turistas a la isla para ver el volcán sería por indiferencia, que a la postre nos volvería impasibles a los millones de ciudadanos que salimos todos los días de turismo virtual por el mapa de la devastación telúrica vía wifi.
Urge, sí, saber que detrás del universo (aún desconocido) existe el metaverso (por nosotros creado) sin que existan límites naturales o tecnológicos que los separen. Vivimos en un mundo cada vez más interconectado en el que no solamente dialogan personas y personas, o personas y máquinas, o máquinas y máquinas, sino espacios y espacios, dimensiones y dimensiones, leyes físicas y percepciones humanas.
Si la industria turística ciñe su modelo de negocio a los viajes tendrá un futuro en entredicho, como se acaba de demostrar con la pandemia de coronavirus (sin viajes, no hay industria). Es preciso ir más allá de lo físico y empezar a valorar la dimensión virtual de la experiencia geográfica para romper, con la ayuda de la tecnología, los límites de estos dos mundos. Necesariamente, el turismo será cada día más virtual. Más cercano a todos. Más emocional. Un turismo de personas en libre movimiento o en estático éxtasis.
Turistas somos todos.
Fernando Gallardo |